Guillermo rio
inclementemente como un niño, y añadió: “Matarlo, todavía no. Sería asqueroso.
Solo quiero que la deje, que los deje…”. Llegaba el instante de iluminarse los
salones. Las luces estaban encerradas en fanales rojos y morados que hacían
centellear siniestramente la pedrería de las armas, de los marfiles y estofas.
No vino el hermoso tránsito de la iluminación, sino el angustioso de un
incendio ¡Cuanta ferocidad presencié! Guillermo nos salvó y entre las llamas
sonreía gritando: “¡Ha sido Koeveld el incendiario!”.
-¿Murió mi padrino?-
Exclamó Félix extremecido y blanco de ansiedad.
-Entonces, no. Humeante
con las manos llagadas, perdióse en París buscando al holandés. Nosotros, mi
esposo y yo, regresamos a España. Ya aquí en Almina, con el caudal heredado de
mi padre, se estableció Lambeth y alcanzó la fortuna que tenemos. Nada sabíamos
de Guillermo, y si alguna vez lo nombraba yo, Lambeth comentaba el recuerdo
menospreciándolo fríamente. ¡Qué aborrecimiento, Félix, podéis hincar vosotros
en algunas almas!... La mañana de fiesta santísima para mi vida, que le quité a
julita los pañales y le puse sus primeras ropitas cortas, presentóse
inesperadamente Guillermo en ese mismo Huerto que tanto le agrada. Traía un
niño, tan rubio y blanco, que desde dentro de sus cabellos y su carne parecía
exhalar una luz de estrellas. YA te dije que
ese niño eras tú, Félix… Guillermo te enseñó a llamarme “madrina”. Muchas
tardes os tuve a Julita y a ti juntos, en mi regazo, mientras él me contaba sus
andanzas, su nomadismo genial, sus juegos con la muerte… Hablaba mucho de la
muerte siendo él llama de amor y de vida. Como tú la veía en el refleja de la
luna dentro de los estanques y del mar, en las nubes de los acasos, en las
siluetas de las montañas y de los árboles… ¡Oh, Félix, no hables, no la veas
como una amada, que se me figura que sois predestinados y tengo miedo de ser yo
quien llegue a pensar en tu muerte lo mismo que imagino la de Guillermo… ¡
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