sábado, 16 de diciembre de 2023

FRAGMENTOS DONDE SE TRATA LA RELIGIÓN EN EL ÁRBOL DE LA CIENCIA

 Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos, afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus indignos sacerdotes"



LA RELIGIÓN EN 'EL ÁRBOL DE LA CIENCIA' 
(fragmentos escogidos)

1. Menos el sentido religioso, la mayoría no lo tenían, ni les preocupaba gran cosa la religión; los estudiantes de las postrimerías del siglo XIX venían a la corte con el espíritu de un estudiante del siglo XVII, con la ilusión de imitar, dentro de lo posible, a Don Juan Tenorio y de vivir.

2. Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos, afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus indignos sacerdotes. 

Algunos internos que le conocían desde hacía algún tiempo y le hablaban de tú, le llamaban Lagartijo, porque se parecía algo a este célebre torero. 

—Oye, tú, Lagartijo —le decían.

 —Qué más quisiera yo —replicaba el cura— que cambiar la estola por una muleta, y en vez de ayudar a bien morir ponerme a matar toros. 

Como perdía en el juego con frecuencia, tenía muchos apuros. Una vez le decía a Andrés, entre juramentos pintorescos: 

—Yo no puedo vivir así. No voy a tener más remedio que lanzarme a la calle a decir misa en todas partes y tragarme todos los días catorce hostias. A Hurtado estos rasgos de cinismo no le agradaban. 

3. Andrés se hizo amigo de las hermanas de la Caridad de su sala y de algunas otras. 

Le hubiera gustado creer, a pesar de no ser religioso, por romanticismo, que las hermanas de la Caridad eran angelicales; pero la verdad, en el hospital no se las veía más que cuidarse de cuestiones administrativas y de llamar al confesor cuando un enfermo se ponía grave.

 Además, no eran criaturas idealistas, místicas, que consideraran el mundo como un valle de lágrimas, sino muchachas sin recursos, algunas viudas, que tomaban el cargo como un oficio, para ir viviendo. 

Luego las buenas hermanas tenían lo mejor del hospital acotado para ellas... Una vez un enfermo le dio a Andrés un cuadernito encontrado entre papeles viejos que habían sacado del pabellón de las hijas de la Caridad. 

Era el diario de una monja, una serie de notas muy breves, muy lacónicas, con algunas impresiones acerca de la vida del hospital, que abarcaban cinco o seis meses. 

En la primera página tenía un nombre: sor María de la Cruz, y al lado una fecha. Andrés leyó el diario y quedó sorprendido. Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que le dejó emocionado. 

Andrés quiso enterarse de quién era sor María, de si vivía en el hospital o dónde estaba. 

No tardó en averiguar que había muerto. Una monja, ya vieja, la había conocido. Le dijo a Andrés que al poco tiempo de llegar al hospital la trasladaron a una sala de tíficos, y allí adquirió la enfermedad y murió.

 No se atrevió Andrés a preguntar cómo era, qué cara tenía, aunque hubiese dado cualquier cosa por saberlo. 

Andrés guardó el diario de la monja como una reliquia, y muchas veces pensó en cómo sería, y hasta llegó a sentir por ella una verdadera obsesión...

4. —No, no estoy conforme. La ciencia es la única construcción fuerte de la humanidad. Contra ese bloque científico del determinismo, afirmado ya por los griegos, ¿cuántas olas no han roto? Religiones, morales, utopías; hoy todas esas pequeñas supercherías del pragmatismo y de las ideas-fuerzas..., y sin embargo, el bloque continúa inconmovible, y la ciencia no sólo arrolla estos obstáculos, sino que los aprovecha para perfeccionarse. 

—Sí —contestó Iturrioz—; la ciencia arrolla esos obstáculos y arrolla también al hombre. 

—Eso en parte es verdad —murmuró Andrés, paseando por la azotea.

5. —¡Pensar que este hombre y otros muchos como él viven en esta mentira, envenenados con los restos de una literatura, y de una palabrería amanerada es verdaderamente extraordinario! En cambio, don Blas miraba a Andrés sonriendo, y pensaba: ¡Qué hombre más raro! Varias veces discutieron acerca de religión, de política, de la doctrina evolucionista. Estas cosas del darwinismo como decía él, le parecían a don Blas cosas inventadas para divertirse. Para él los datos comprobados no significaban nada. Creía en el fondo que se escribía para demostrar ingenio, no para exponer ideas con claridad, y que la investigación de un sabio se echaba abajo con una frase graciosa. 

6. A pesar de su divergencia, don Blas no le era antipático a Hurtado. 

La mujer del secretario del ayuntamiento y presidenta de la Sociedad del Perpetuo Socorro, le dijo un día: 
—Usted, Hurtado, quiere demostrar que se puede no tener religión y ser más bueno que los religiosos. 

—¿Más bueno, señora? —replicó Andrés—. Realmente, eso no es difícil.

7. La religión y la moral vieja gravitan todavía sobre uno —se decía—; no puede uno echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del pecado. Muchas veces, al pensar en el porvenir, le entraba un gran terror; sentía que aquella ventana sobre el abismo podía entreabrirse

8. Entre los dueños de las casas de lenocinio había personas decentes: un cura tenía dos, y las explotaba con una ciencia evangélica completa. ¡Qué labor más católica, más conservadora podía haber, que dirigir una casa de prostitución! Solamente teniendo al mismo tiempo una plaza de toros y una casa de préstamos podía concebirse algo más perfecto.

De aquellas mujeres, las libres iban al registro, otras se sometían al reconocimiento en sus casas.

Andrés tuvo que ir varias veces a hacer estas visitas domiciliarias.




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